"Can you see me? All of me? Probably not. No one has ever really has" - Jeffrey Eugenides



lunes, 23 de mayo de 2011

Ensayo (sin desperdicio) de Alejandro Trabattoni

Los libros que me mordieron
Nunca me gustaron los perros. En realidad, nunca tuve uno. La extrañeza del caso podría basarse en un injustificado temor –jamás me hicieron daño– o en el también extraño hecho de que nunca nadie me regaló uno, ni me incentivó a tenerlo. Tardé 17 años en animarme a enfrentarlos, tiempo suficiente para que mi madre guardara, en su cajón, un título de colegio secundario con mi nombre. Tal vez, este me dio el valor. O la obligación.
Durante ese tiempo, traté de acercarme, lo juro. Pero fue en vano. Arranqué tarde, pero seguro, en el tercer año de mi expedición por el colegio. Faltaban dos años y medio para el castigo máximo. O la salvación. Fui a la biblioteca y la cantidad de razas existentes me agobió. Opté por uno de los clásicos, de esos que recomiendan los viejos. Pero Antoine de Saint-Exupéry y su pequeño protagonista real(1) duraron menos que un Tamagochi, mascota virtual. Me desilusioné.
Tardé en recuperar el coraje para volverles a pedir a mis padres que me regalaran una nueva mascota, pero el obsequio llegó sin pedido. Esta vez, pertenecía a una raza argentina. Fue como cambiar champagne por mate. Su dueño, un tal José Hernández, lo había llamado Martín Fierro, por lo que tuve que adoptarlo sin la libertad para cambiarle el nombre. Estuvo meses a mi lado, pero el regalo terminó en el escritorio de papá, con la segunda mitad de las páginas virgen.
Desorientado, terminé la gloriosa época en la que uno hace nada. En el camino que me tocaba seguir, tropecé con la sala de tortura más cruel y vil de todas: la perrera. De pronto, me vi en un pasillo iluminado por una luz artificial blanca, ubicado entre medio de jaulas con deseos de abrirse, y en cuyos interiores había perros con intenciones de lastimarme. Los candados que sellaban esas celdas empezaron a fallar.
El más rápido de todos los canes que decidió atacarme tenía sangre latinoamericana. Con aliento a tequila, los colmillos de Juan Rulfo se clavaron en mis pantorrillas y Pedro Páramo comenzó a contaminar mi cuerpo. Juan Preciado buscaba desesperadamente a su padre en algún lugar de Comala, de mi alma, pero cada vez que se acercaba, se encontraba con un nuevo hermano.
Herido, rengo, caí de rodillas con ninguna posibilidad de defensa ante un nuevo ataque. Un pastor inglés salió de entre las barras de acero. Caminó hacia mí con una irritante parsimonia, me miró, paseó a mi alrededor y se sentó a mi lado. Parecía querer que le contara mi sufrimiento, aunque ya lo sabía de memoria. Así actuaba el Padre Brown, un sacerdote londinense que se escapaba de las más espectaculares novelas de Chesterton para aprovecharse de mi debilidad y morderme el costado. Esta vez, de aquel no emanó sangre; mucho menos, agua bendita. Se derramó el sentimiento más placentero que jamás había experimentado.
Entregado ante la jauría y con un dolor imposible de superar, mi cuerpo reclamaba más lesiones. Lesiones que no demoraron en llegar. El más inesperado de todos los perros allí presentes, el aparentemente más insignificante, dio el golpe final. Era pequeño, negro, peludo. Tenía manchas grises, producto del intento fallido de un ángel de convertirlo en algo mejor. No era un puro de raza. Era porteño, de barrio, de Flores. A Alejandro Dolina le bastó con dos de sus 47 crónicas para llevarse lo último que me quedaba sano.
La perrera se convirtió en mi lugar más preciado. Miro para mis costados y muchas de las jaulas están vacías. Pero la mayoría sigue soportando la embestida de desesperadas mascotas con ganas de ladrarme, rasguñarme, morderme para que, al final, yo sólo sienta que me lamieron.
Nunca me gustaron los perros, hasta que visité la perrera. Hasta que me mordieron con tanta rabia y firmeza que me fue imposible escapar de ellos. En realidad, lo imposible fue querer hacerlo. Una vez que la dulce herida cicatriza, uno siente anhelo de que se vuelva a abrir, de que venga un nuevo animal a desgarrar el espíritu con argumentos atrapantes, personajes mágicos y finales insospechables.


1 Real: de realeza

Por Alejandro Trabattoni


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