"Can you see me? All of me? Probably not. No one has ever really has" - Jeffrey Eugenides



lunes, 21 de junio de 2010

Sra entrevistada

Llegué 10 minutos tarde porque el taxista tuvo problemas en encontrar la calle. Toqué el timbre muerta de vergüenza por la impunidad de mi tardanza. Enseguida me abrió desde el portero, me estaba esperando.
Subí los ocho pisos en ascensor. La señora entrevistada me habìa dejado la puerta entre abierta de su casa y cuando me dispuse a largar un torrente de perdones me di cuenta que no estaba en el umbral.
Tímidamente, empujé la puerta entornada y escuche un grito desde corazón del departamento. Era ella, que me decía:-"Pasá nomás, ahora voy". Miré al rededor y no sabía donde acomodarme.
Primero, un pasillo largo con dos bibliotecas atiborradas de lomos de libros del piso al techo. Al final, dos sillas junto a una lámpara lúgubre y tenue que emanaba una luz amarillenta. No sabía si era allí donde se suponía que tendríamos nuestra conversación.
Dí unos pasos más, vascilantes, con la cobardía de excederme en confianza. Rápidamente me di cuenta que habia hecho bien, porque me encontré en una sala de living extrañamente acogedora con vista a un simpático balcón. Abajo, la plaza San Martín y en frente La Torre de los Ingleses.
Me desabrigué y acomodé mis cosas. Saqué el grabador y el libro que habia llevado para hacer las notas, sentía que eso de alguna manera me validaba el hecho de estar ahí sentada.
Ella es argentina, de costumbres inglesas, hospitalaria, directora de un museo, viuda y gorda. Muy gorda. Los zurcos profundos como ríos, que le recorren la cara, le dan un aire de abuela que no es.
Nos habíamos visto en repetidas oportunidades pero seguíamos el protoclo de extraños conocidos a pesar de que me llamara por el sobrenombre familiar, que casi nadie conoce.
Nos servimos té (sin leche ni azucar por supuesto) y compartimos masitas exquisitas. Salvo por ese sandwichito de miga que ella tanto me insistía en comer, que había tostado especialmente para mí pero que estaba gomoso y viejo. 
Hablamos tres horas casi initirrumpidamente. A veces con el grabador mediante otras, de la vida. Sentí que me instruía al escucharla. Hablaba pausado, seleccionando cuidadosamente sus palabras. Se autocorregía con inmediatez al formular sus pensamientos, para sonar clara. Lo que tenía para decir, de alguna forma sonaba a revelación. Cuando me confesó que su verdadera vocación era la docencia todo tuvo sentido.